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miércoles, 19 de agosto de 2015

Así lo veo, Ken: Hijo, por eso nos dicen los leones.




No hay que temerle a los cielos nublados que se dibujan en el horizonte; es sólo una señal de que debes aprender a cabalgar en la tormenta venidera. Bañado en un ayer olvidado, que ahora parece tan distante, es cuando debes plantarte hoy para mirar de frente a la intemperie y asimilar ese último reto por el cual has estado esperando por tanto tiempo. La vida y sus cruzadas no son una cuestión de migajas o de asumir roles; se trata de aclarar tu visión e ir por lo que deseas –un sentimiento que he avocado en diferentes entradas, en muchas formas. Citando al grupo alemán, Kreator: “Al rendirte, no mereces ningún respeto”. El viernes pasado, cubiertos y cobijados por el ambiente tan singular del nuevo San Mamés, el Athletic de Bilbao, equipo peculiar donde los haya, se enfrentaba al campeón de todo, el FC Barcelona, por la Supercopa Española. Auspiciados por todo un mundo mediático que los achacaba como un mero peldaño para alcanzar un segundo sextete, los vascos, haciendo gala de la garra y corazón que siempre los ha caracterizado, dieron un paso al frente y cuajaron una de las mejores actuaciones que he visto de un equipo contra Messi y compañía en los últimos tiempos.

Es difícil no simpatizar con los leones de Bilbao; desde siempre me han inspirado un respeto magnánimo por el detalle de que han jugado toda su historia con jugadores de su región y han hecho del amor propio, de la pasión y del sacrificio, un estilo de juego que ha sabido posicionarlos como el tercer gigante de España, luego de los archiconocidos Real Madrid y el Barcelona ya acotado. Al igual que ellos, sin siquiera descender y con el mayor palmarés luego de ellos dos. Un equipo que no cuenta con una onza del presupuesto de estos monolitos futbolísticos y que ha sabido mantenerse competitivo con jugadores de su región –habría que ver a más de un “gigante” de nuestro deporte favorito con este hándicap. Cierto, hay quienes pueden decir que tampoco son candidatos anuales a la Champions League o que tal vez mi entrada peca de oportunismo –yo no estoy diciendo que no sea así. Pero en aras de dignificar algo que no necesita ser dignificado (pero soy necio y quiero decirlo de todas formas), quiero destacar la sencillez de un humilde servidor de celebrar un triunfo, sin importar que tan minúsculo haya sido en el gran esquema del mundo futbolístico, de un equipo que no cuenta con los recursos del actual campeón de Europa o de muchos otros gigantes. Y aún así siguen luchando… y ganando. En cierta forma, señores, esto fue el triunfo del hombre común. Pero en fin, no vinieron a leer sobre la metafísica literaria de un desadaptado y enfermo mental; vinieron a leer sobre fútbol. Y sobre fútbol hablaré.

El Barcelona arribaba a Bilbao con la chapa de flamante campeón de la Supercopa de Europa tras un partido dramático con sus paisanos del Sevilla que acabó en un espectacular 5 a 4, con prórroga incluida. A pesar de haber regalado una ventaja a favor de 4 a 1, el consenso general era que el club culé había hecho una actuación bastante buena y que habían arrancado con todo la nueva temporada; ésa fue toda la previa de la Supercopa española. Obviamente, por la repercusión que conlleva el nombre del club catalán, los vascos quedaron en 2do y 3er plano hasta el punto de que ellos no eran más que un mísero escollo que pronto se vería derrotado. Atrapados entre la algarabía y la discusión de un supuestamente casi asegurado segundo sextete, el Bilbao fue dibujado como una víctima sin recursos; pero los pocos que sabemos de los Beñat, Susaeta, Laporte, Aduriz, De Marcos o Williams que ostenta el club, también sabíamos que subestimarlos o darlos por muertos de antemano sería un error garrafal. Los vascos supieron manejar la situación a su favor y hacer que los culés claudicaran como pocas veces se les ha visto últimamente en el San Mamés. Implementaron un juego de presión agresivo y asfixiante, sofocando los espacios de triangulación del Barcelona y atacaron con descaro a una defensa que no está acostumbrada a una ofensiva constante hacia ellos por el estilo de juego de posesión que pregonan los blaugranas. Aduriz, un viejo zorro de la liga española y que parece mejorar con la edad como cual buen vino, tuvo la noche de su vida y anotó tres goles, luego de que Mikel San José, el central reconvertido en contención, hiciera un golazo de antología de mitad de cancha luego de un error del arquero del Barcelona, Ter Stegen. Estaban en todos lados de la cancha, no pararon de presionar y sepultaron con autoridad al rigente campeón de Europa en el suelo aguerrido de la nueva Catedral; todo esto lo logró el equipo de Ernesto Valverde cuando nadie daba nada por ellos.

En pleno hervor de la herida, muchos achacaron la derrota al cansancio de los catalanes al hecho de haber jugado 120 minutos previamente en la semana y a las dudosas rotaciones de Luis Enrique al posicionar en la titular a jugadores como Sergi Roberto o Thomas Vermaelen en detrimento de esenciales como Gerard Piqué o Andrés Iniesta, por mencionar a algunos. Todas son opiniones válidas y no voy a ser demagogo y negar que estos factores influyeron en la destrucción culé que se fraguó en el San Mamés, pero algo no debe ser ignorado: el Barcelona sobró el partido y eso se notó en los primeros noventa minutos donde no parecieron impregnarse de la enjundia que sí demostraron en Georgia contra el Sevilla. Sobraron al rival y eso, virtualmente, les costó el título en la ida de la eliminatoria. Claro, comenzaron a sonar con potencia los tambores que exclamaban por una remontada épica; de ésas que nacen del amor propio y de la garra, por encima de cualquier axioma futbolístico –pero el Barcelona se estaba enfrentando a los maestros en esa materia. Los de Valverde habían hecho su tarea y demostraron que a los culés se les puede ganar proponiendo un juego ofensivo sin descuidar la defensa; ahora se les avecinaba el Camp Nou y la oportunidad de sellar su primer título desde 1.984.


El partido, naturalmente, no se desenvolvió como en la ida: en esta ocasión, el Barcelona colocaba su once de lujo (menos Neymar, por paperas) y el Bilbao presentaba una alineación más conservadora con dos laterales por banda para frenar las subidas de los del local, además de agregar a Gurpegui, un volante experimentado de contención y de corte, para recuperar más balones. Si Valverde había propuesto un tú a tú en la ida, en la vuelta, con un resultado que le beneficiaba, iba a defenderse a sabiendas de que el tiempo, cada vez más ínfimo, jugaba a su favor. En una óptica más defensiva y pragmática, el Athletic había realizado un partido igual de brillante que el primero en Bilbao por medio de tareas defensivas comprometidas, trabajo en equipo y un mensaje muy claro de Valverde a sus jugadores de que si todos corrían y todos se sacrificaban, Gurpegui, su capitán, levantaría la Supercopa esa noche del lunes. Le sirvió a las mil maravillas puesto que ya habían anticipado el asalto blaugrana liderado por Messi y Suárez, quienes incluso fabricaron un gol bastante encomiable que finalizó el argentino al final de la primera mitad, pero la realidad es que el Barcelona se quedó corto en lo que debió haber sido un partido para avasallar y eso se debe al buen hacer de un Bilbao que hizo sus deberes a la hora de preparar el encuentro. Todas las piezas caían y se comenzaba a dibujar la imagen de unos vascos campeones.


Y así como los de San Mames se mostraban más tranquilos con el pasar de los minutos, los barcelonistas dejaban entrever una frustración ascendente que terminó por alcanzar su punto de ebullición con los ataques verbales de Gerard Piqué -quien debería pasar menos tiempo metiéndose con sus compañeros de profesión y más a aprender a vivir sin el gran Puyol- al linier, causándole una expulsión. Ese gesto tan egoísta y tan falto de inteligencia de un jugador tan experimentado como Piqué terminó por hundir las esperanzas azulgranas y unos minutos después llegó el empate de Aduriz, que acabó definitivamente con el rival y cerró con broche de oro una eliminatoria que éste último nunca olvidará. El partido acabó con ese empate uno a uno. El Camp Nou era pura desazón, mientras que el equipo de Bilbao celebraba por vez primera un título oficial desde un ya lejano 1.984. Y ya era hora, luego de sendas derrotas en las finales de la Copa del Rey y Europa League, para un equipo que puede carecer de nombres, estrellas o figuras de talla mundial, pero que siempre ha peleado por grandes cosas y grandes partidos con un plantel bastante limitado. Esta Supercopa fue un recado de Bilbao para el mundo: no todos nuestros héroes nacieron para perder, parafraseando lo que dijo Axl Rose en “Right Next Door To Hell”.

Llegó el final del segundo sextete para el Barcelona, pero eso significa nada; al final de la temporada, habrán ganado otros títulos o habrán estado más cerca de ellos. Para el Bilbao, visionar cómo les irá este año es una tarea un poco más compleja: pienso que este título es una inyección de confianza bastante importante, y más si se considera que debutan en la liga este fin de semana contra el mismo Barcelona. El Bilbao es un equipo capaz de hacer grandes cosas si mantienen su mentalidad de colectivo guerrero y hacen del San Mamés esa gran fortaleza que siempre ha sido; está en ellos volver a los puestos de Champions en una Liga BBVA que está muy competitiva este año con equipos reforzados como Atlético, Sevilla y Valencia. Veremos qué sucede.
Si el Barcelona hubiera ganado este trofeo, hubiera sido uno más en una larga seguidilla de triunfos inexorables. Pero que lo gane el Bilbao es una prueba de que los pequeños, cuando hacen su trabajo y le ponen corazón, pueden silenciar a los gigantes. Y de eso vive el fútbol, como en todos los aspectos de la vida: de batallar hasta el final, sin importar que no tengas oportunidad alguna de triunfar. El Athletic, en el comienzo de la temporada, le ha recordado al Planeta Fútbol que en un mundo donde los titanes económicos parecen cada vez más fuertes, aún hay lugar para dar sorpresas si se da el todo por el todo. Batallaron como guerreros, no claudicaron como gladiadores y rugieron como los más feroces leones. Disiparon aquellos cielos nublados que se habían pintado en el horizonte. Es una prueba de que no hay que conformarse y que hay que luchar hasta el último segundo porque no sabes qué puede llegar a suceder. Tal vez no signifique mucho para la gran mayoría de mis lectores, pero les aseguro que dentro de cuarenta años, dos hinchas del Bilbao, padre e hijo, se sentarán en sus butacas en el San Mamés y el padre le dirá a su hijo esbozando una sonrisa de enternecedora nostalgia: “Hijo, ¿alguna vez te conté acerca de aquella noche en la que vapuleamos cuatro a cero al campeón de Europa? Por cosas así, nos llaman los leones”. Noches mágicas, amigos, noches mágicas.

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