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lunes, 2 de febrero de 2015

Nos volveremos a ver: Juan Román Riquelme.






Estaba sentado en el vestuario de Argentinos Juniors esa tarde del 8 de Diciembre de 2014 antes de enfrentar al Douglas Haig en un partido que definiría si “El Bicho” podría ascender a la máxima categoría del fútbol argentino. No pensaba en muchas cosas; no sentía las presiones de sus compañeros por cumplir con las expectativas de la hinchada de llevar a una de las más grandes instituciones del balompié argentino a la primera. No sentía presión alguna y no cargaba en sus hombros con ninguna preocupación que no fuera jugar en la cancha como siempre lo había hecho desde su debut en el ’96 con Boca. ¿Por qué habría de sentirse socavado por la presión o por las exigencias de otros cuando nunca pateó un solo balón para alguien más? ¿Es que acaso era un egoísta que sólo le importaba su propio porvenir y el valorar al hincha era algo superfluo para su persona? Fuera adentro o fuera de la cancha, la figura de Juan Román Riquelme encapsulaba las más grandes pasiones y los más tortuosos debates. En los últimos años de su carrera se pudo leer y escuchar de todo acerca de su figura: que era un pecho frío, que era un arrogante, que era un hedonista ideológico, que no le importaban los demás, que se iba a ir a River o que sólo le importaba el dinero. Pero, una vez que Román dijo a principios de este año que dejaba las canchas, toda la palabrería, los rumores morbosos y la cizaña que siempre se quiso escurrir en su carrera parecieron disiparse del panorama y el motivo de esto era muy sencillo: Juan Román Riquelme se retiraba del fútbol profesional. Y ahí cesaron los pensamientos de que era un arrogante, un déspota con complejos de superioridad o un sujeto que no corría porque cuando haces bien y eres honesto –por más que eso te haga hacer enemigos y detractores-, serás recompensado por eso. Riquelme es alguien al que se le pueden achacar ciertas cosas como su falta de éxito en Europa -que explicaré con detenimiento más adelante-, pero es que la suya fue una carrera que expresaba de la manera más artística y preciosista aquella pasión que Román jamás supo expresar con palabras y que muchas veces le ganó el título de “pecho frío”, una expresión argentina para aquellos que tienen sangre fría y parecen no sentir pasión alguna. Se retiró Riquelme y se olvidaron las mentiras; sólo quedaron sus jugadas.



Se retira Román y todos aquellos que hemos sido alucinados y encandilados por su juego recordamos un momento en particular de su carrera que encarna todo lo que pensamos acerca de quien tal vez sea el último gran diez, el último gran conductor, un jugador que es una rareza en el fútbol de estos días. Yo siempre recordaré tener 12 años y haber ido a Caracas con mi familia en un viaje de nueve horas donde llegamos exhaustos al hotel en alza de la noche; mi madre se fue a la cama pero mi hermano mayor y yo nos postramos enfrente del televisor para ver la vuelta de la final de la Copa Libertadores entre Boca y Gremio de 2007 en Brasil. Yo veía jugar a Boca para ver al diez hacer de las suyas y sus jugadas, sus tiros libres y sus pisadas, aquellas que me atraparon en su último año con el Villarreal, realmente valían cada segundo en autobús que me tomó para llegar a la capital. Lo que jugó Román esa noche fue una hecatombe de juego, clase y un derroche de calidad que culminó en dos goles –el primero con una pegada mortal a larga distancia- que le daban a su Boca querido una Libertadores más para presumir en su estantería y otro momento donde Riquelme se creció para su equipo. Y es que en un mundo donde el internet y la globalización han permitido que cualquier desinformado pueda opinar como si llevaran décadas en diferentes temas, hay quienes no han pateado un balón en sus vidas y sólo llevan tres años viendo fútbol y dicen linduras como que es un jugador “sobrevalorado”.


Y yo digo que eso es una mentira del tamaño del Wembley. Tal ha sido la evolución de nuestros tiempos en el fútbol que sólo los jugadores que terminan sus carreras con un gran número de medallas de campeón merecen ser cotizados u homenajeados. Se ha desarrollado una actitud triunfalista donde muchos aprovechan para apostarle al caballo ganador y se olvidan que este maravilloso deporte engloba mucho más que sólo resultados finales o estadísticas vacías. Riquelme no era un jugador cuantificable o contable; no era alguien a quien pudieras medir su valía mediante porcentajes de pases completados, kilómetros recorridos o cantidad de goles al final de la temporada –era un diez, un enganche, el último grito estridente de una raza de juego preciosista que ha fallecido en la evolución de un deporte donde sólo los pases, los goles y la velocidad parecen ser apreciados. ¿Dónde está la magia, la picardía, la técnica y la visión en esta época? ¿Esos momentos minúsculos pero inmortales donde el jugador con clase pisaba la pelota, la protegía y se volteaba para dar un pase matador al nueve de área? Esos momentos de magia parecen haber seguido el camino del Dodo. Fue así cómo Riquelme, desde su debut en 1996, comenzó a liderar a un Boca Juniors que, año tras año, ganaría enteros hasta convertirse en una fuerza a reconocer en toda América como su monarca absoluto. Con un Román pletórico bajo la vigila de Carlos Bianchi como entrenador, el equipo Xeneize, con otros titanes como el “Patrón” Bermúdez, Mauricio “Chicho” Serna, Martín Palermo, Guillermo Barros Schelotto, Hugo Ibarra, Walter Samuel, entre otros más, ganaría dos Copas Libertadores seguidas en 2000 y 2001, ganaría varios torneos locales y, tal vez más sobresaliente que todo lo mencionado, ganarían una Copa Intercontinental a un Real Madrid plagado de fenómenos como Figo, Roberto Carlos, Fernando Hierro, Santiago Solari, Steve McManaman, Claude Makelelé, Raúl, Fernando Morientes y un imberbe pero ya notable Iker Casillas. En esa noche del 28 de Noviembre del 2000 Riquelme se bailó e hizo lo que le vino en gana a un Madrid que no podía quitarle la pelota e hizo gala de su portentosa técnica al frustrar y enloquecer a quien quizás era el mejor mediocentro defensivo de esos años como Claude Makelelé. Una demostración excepcional en una justa de primer nivel contra el que era quizás el mejor equipo del mundo por esos años antes de que la mercadotecnia los devorara. Ya lo había logrado todo en el club de sus amores, donde se le dio la oportunidad en el fútbol y demostró con creces que ya estaba listo para otras oportunidades. Era el jugador sensación de América y no faltaban los llamados de los grandes de Europa para hacerse con sus servicios. Aquí es cuando lo que era una carrera en ascenso conoció sus primeros obstáculos.



Llegaba el reto del Barcelona y su arribo a Europa: su momento de demostrar que podía reinar en el viejo continente como lo había hecho en América. El Barcelona no era el equipo devastador y dominante que era en la actualidad y pasaba por una época de sequía en cuanto a títulos y calidad futbolística se refiere. Además de eso que acabo de acotar, se topó con un Louis Van Gaal en la dirección técnica cuya gran flaqueza siempre ha sido la de experimentar con el posicionamiento táctico de sus figuras en demasía y puso a Román, un jugador lento y sin mucho desborde, a jugar por la banda como un número ocho cuando su juego era en el centro dictando los tiempos y conduciendo a su equipo como un metrónomo. Van Gaal le dijo abiertamente que “cuando tienes el balón, eres el mejor; pero cuando no lo tienes, jugamos con uno menos” –un comentario que solidificaba la visión del holandés por mantener al colectivo por encima del individuo, lo que había causado la venta del gran Rivaldo al Milán al comienzo de ese año. Hizo lo que pudo en el rol que se le había asignado pero estaba sufriendo una contradicción interna puesto que su naturaleza no era la de un extremo, pero no faltarían los detractores que aprovecharían los resultados infructíferos de esta reconversión de Riquelme para achacarle que no tenía el nivel para jugar en Riquelme y que el Barcelona se había equivocado al traerlo, cuando éste era un equipo descompensado y que no estaba jugando para nada bien durante esa época que fue 2.001-03; con Van Gaal y, posteriormente a su despido, con Radomir Antic se demostró eso al no haber mucha mejoría con ninguno. El Barcelona pasaba por una gestión irregular de Joan Gaspart, era un plantel que sufría un complejo de inferioridad por el Real Madrid de los Galácticos que ganaba la Champions League y con el recuerdo de los problemas de Rivaldo aún frescos, lo último que quería Van Gaal era otro suramericano creído, a sus ojos. Pero la prensa en enfrascó con Riquelme y ahí comenzarían las críticas con un jugador que siempre despertaba el instinto más cruento en la media y éstos aprovechaban cada oportunidad que se les presentaba para lanzar pertrechos a su persona con comentarios que casi nunca iban por la vertiente deportiva. Eso no evitó que dejara su huella en el club: ahí está un jugador del club que se deshace en halagos hacia el argentino y siempre le agradece por haber aprendido de él en sus años primigenios como jugador; su nombre es Andrés Iniesta. Con la llegada de Frank Rijkaard y de un talentoso brasileño llamado Ronaldinho (¿lo conocen?) a comienzos de la temporada 03-04, Riquelme fue cedido a préstamo a un equipo pequeño de la Liga como era el Villarreal CF. En este punto de la historia, cualquier jugador habría caído en una depresión y su carrera se hubiera ido a la mierda. Pero déjenme decirles algo, mis queridos lectores: Juan Román Riquelme no era cualquier jugador.




Fue aquí donde el diez renació de sus cenizas como una Ave Fénix que buscaba demostrar. Buscaba callar bocas… bajo sus propios términos. Siempre bajo sus propios términos. Se encontró con un ideario de juego por parte de Manuel Pellegrini, antiguo técnico de su rival River, quien vio en Román a la piedra angular de un proyecto que sorprendería a propios y a extraños. Fue en El Madrigal donde el diez argentino recobró ese amor por el juego y su fútbol revitalizado catapultó a un equipo de pocas aspiraciones a ser un rival de más alta y estimada calaña. Fue en esa primera temporada en el Submarino Amarillo que comenzó a dar muestras de sus dotes futbolísticos y el Viejo Continente podía atestiguar que el argentino podía brillar lejos de esa Bombonera que tantas alegrías le había generado y tantas que él les había dado. El segundo año de la cesión llegaría otro rechazado de un equipo grande, el delantero uruguayo Diego Forlán del Manchester United. El charrúa y el argentino construyeron una relación y entendimiento que alzaría al Villarreal a cuotas impensadas de nivel y ambición hasta atisbar un tercer puesto en la Liga española a base de esfuerzo, dedicación y un fútbol estupendo, con el delantero consiguiendo una Bota de Oro en el proceso. Riquelme actuó como un artesano al que le habían dado muy poco en materia de equipo y llevó a lo más alto que podía a un equipo tan pequeño. La siguiente temporada sería fichado permanentemente y lograría una hazaña para enmarcar: llevar al equipo valenciano a las semifinales del torneo futbolístico más grande en materia de clubes, la UEFA Champions League. Pero una vez más el destino, mano cruenta y burlona como ella sola, hizo que Román tuviera la responsabilidad de patear un penal en las semis contra el Arsenal de Thierry Henry y lo fallaría para ser enmarcado para los anales de la historia moderna del fútbol español y el mayor suceso en la historia del Submarino Amarillo. Una vez más, los críticos saltaron a la oportunidad y todo lo logrado de repente parecía olvidado por un momento donde cualquiera pudo haber fallado pero le tocó a Román, una vez más, bailar con la más fea. Luego llegarían las desavenencias con Pellegrini y su regreso a Boca en 2007 luego de una última temporada irregular y bizarra con el Villarreal a causa de una mala relación con su entrenador.





No hay que olvidar la relación tan volátil que tuvo con su queridísima selección argentina y cómo, cuando lo necesitaron, Román estuvo ahí. Podría decirse que su periplo en la albiceleste nunca fue tan prolífico o encomiable –exceptuando una excelsa fase de grupos en Alemania 2006- como otros períodos de su carrera pero es importante recalcar que no muchas grandes figuras han podido rendir en la selección argentina en los últimos tiempos. Los problemas con los diferentes seleccionadores y directivos han sido los mismos que ha tenido en el Villarreal, Boca, Barcelona e incluso en su regreso a mediados del año pasado a Argentinos Juniors: nunca se dejó llevar por los cánticos de sirenas que es el gran negocio sucio que es el fútbol. Román nunca jugó para los demás; sus caños, sus pisadas, sus golazos o sus pases matadores eran para alimentar esa pasión individual que era la suya por vivir y sentir el fútbol. Más allá de la imagen retraída, Riquelme era, demostrado a través de su juego, un romántico del fútbol y un hombre como pocos puesto que nunca quiso quedar bien con nadie, jamás se vendió a un bando y todas las enemistades que se consiguió en el trayecto de su carrera fueron a causa de no dar su brazo a torcer porque él no era un muñeco publicitario o un instrumento de la media; él era AUTÉNTICO. Se retira Román, el futbolista, pero también se retira el último obelisco de una forma de ver el deporte –y quizás la vida en el mismo- que ha ido padeciendo una muerte lenta pero segura a causa de una globalización y mercadotecnia donde el campo, la pelota y la jugada preciosa como aquel legendario caño a Mario Alberto Yepes en un Boca – River ya no son apreciados como antes. Y tal vez pude haber sido más preciso y detallista con su historia, pero eso no surge en mí. Este tributo surge en mí porque mis primeros recuerdos de este deporte tienen al diez jugando contra el Glasgow Rangers en El Madrigal con su Villarreal octavo de Champions en 2006. Porque fueron sus jugadas y las picardías de Ronaldinho por las que comencé a ver el lado más romántico y preciosista de la pelota. Se retira Román y cae el telón para toda una generación de amantes a la pisada y a la pegada exquisita.

Más allá de lo que pueda decir como un humilde crónico y aficionado al fútbol –ni Xeneize ni argentino soy, ojo- acerca de Riquelme, el mayor reconocimiento a su valía vino de un colega argentino con el que hablé recientemente acerca de su retiro y me decía lo mucho que significó para el fútbol argentino, que nunca se calló nada, que nunca quiso ser amigo de Dios o del Diablo, que prefirió ser un hombre sincero con muchos enemigos que un falso con muchos amigos y que es el mejor jugador de la historia de Boca. Es hincha de River. Más no puedo decir.


¡Gracias, Román!
“No me ames a mí, flaco. Ama a tu novia; yo sólo juego al fútbol”
-          Juan Román Riquelme

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