Una máxima inexorable
es que nuestras memorias se basan en pequeños recuerdos. Cuando nos toca mirar
atrás a nuestras existencias, solo haremos remembranza de ciertos instantes de
todo lo que hemos vivido –breves escenas que tal vez son insignificantes en el
gran esquema del mundo, pero para uno,
para esa persona en particular, representan los mejores y peores momentos de
nuestras vidas; esas vivencias que nos curtieron y que moldearon nuestros seres
hasta convertirnos en lo que somos y en lo que seremos. Y es que no se
trata de recordar por nostalgia o para lamentarse; se trata de recordar para
contemplar lo vivido y ver dónde estamos hoy en día. Hay muchas cosas que he
visto y que he vivido como aficionado del fútbol; varias buenas y varias malas,
como todos, pero al final del día no cambiaría nada porque todo eso me hizo
quien soy hoy. Y si hay una escena en mi vida que alteró todo el paradigma, eso
ocurrió el 19 de Noviembre del 2.005. En ese momento, señores, mi mente, antes
tan obtusa a lo que estaba frente a ella, por fin se percató de la belleza y la
gracia de este deporte en el Santiago Bernabéu debido a un mago brasileño que
marcó miles, a millones, de almas de esa generación. Ésta es la historia de mi primer Madrid – Barcelona y un aniversario de
diez años de cómo me volví aficionado al fútbol. Uno de esos pequeños
recuerdos que ensamblan toda una vida.
Nos retrotraemos al
2005 y pensamos en lo que era yo por esa época: solo un niño pecoso de 11 años
que comenzaba a interesarse en esto del fútbol y cuyo mundo deportivo giraba en
torno, por esas fechas, a la liga española. Mis comienzos surgieron de mi
hermano mayor, quien era (y es, hasta el sol de hoy) un hincha irredento del Real Madrid –muy
irónico, considerando que nunca he tenido ni menor estima por el club blanco-
desde el 2002 y quien poco a poco influyó en que yo me sintiera atraído por
este deporte. Él era y es en ese sentido como yo: siempre buscando conocer más,
viendo muchas ligas y tratando de curtirse cada vez en este campo. A pesar de
vivir como semejante personaje, al principio yo no entendía el punto del fútbol
y por qué las personas se interesaban tanto en 22 sujetos pateando un balón
–entiendan, ésta era la forma de pensar de un niño de 11 años que no sabía nada
del asunto. Como no sabía qué equipos o
qué ligas ver, solo miraba los partidos del Madrid y del Barcelona porque eran
los clubes más conocidos; así que como podrán imaginarse, esperaba el Clásico
con ansias y ver de qué se trataba toda la algarabía con estos dos equipos.
Aunque el internet ya
existía y tenía cierta predominancia, su dominio no era tan avasallador como lo
es hoy. No había Twitter, ni Facebook, ni Instagram. Así que había que leer las
páginas deportivas, ver los canales respectivos y mantenerse informados de lo
que sucedía de otras maneras acerca de los dos gigantes españoles. Pero todo
eso era solo un complemento; un accesorio que servía para enaltecer y tensionar
un partido que siempre ha sido y será memorable. Por más que no soy hincha de ninguno de los dos equipos, reconozco la
grandeza, garra y pasión que emanan los Madrid – Barcelona y eso siempre lo han
dejado en claro en la cancha –hace diez años no era diferente. En esa
época, el equipo madrileño se hallaba en una época algo convulsa con el entrenador
brasileño Vanderlei Luxemburgo; las eras de los Galácticos llegaba a su
inevitable ocaso –Owen y Figo se habían ido; Zidane estaba en su última campaña
como profesional y Ronaldo duraría seis meses más que el francés-, el equipo
trataba de renovarse con jugadores como Robinho, Baptista o un chico de 19 años
del Sevilla llamado Sergio Ramos –eran tiempos locos en la Casa Blanca, como
siempre lo han sido, siendo sinceros. Por el lado blaugrana, Frank Rijkaard cosechaba
los logros de un equipo que había ensamblado desde el 2003 y que ya daba
señales de la dominación europea que lograrían al final de esa campaña; no es
tan difícil de creer los éxitos de ese Barcelona con un entrenador que,
calladito, resucitó a los catalanes y erigió un plantel con figuras como
Ronaldinho, Eto’o, Deco, Giuly, Deco, Xavi, Iniesta, Edmilson, Van Bommel,
Puyol, Gio, Marquez y un joven Messi. Una mixtura interesante de experiencia,
presente y juventud.
El Bernabéu se vistió
de gala –como siempre lo hace en partidos de esta magnitud-, los aficionados
sacaron sus mejores pancartas y la escena estaba servida para otra batalla
campal entre los dos colosos de España. Pero
no habría mucha batalla: el toque incisivo del Barcelona, aunado a las
libertades que les concedía el Madrid por el mal momento colectivo que pasaban,
permitían al tridente de Messi, Ronaldinho y Eto’o desplegarse por el último
cuarto de la cancha a sus anchas. Desde el minuto uno, Dinho le servía
pases al camerunés para que quedara solo frente a un Iker Casillas que hizo
todo lo que pudo en esa desafortunada noche para el madridismo. Sería una
diagonal del imberbe Messi por la derecha la que terminaría por quebrar la ya
endeble defensa blanca; Eto’o terminaría “encontrándose” con la pelota, se
voltearía –una vez más, cuántas libertades conferían los blancos en ese
partido- y soltó un puntazo con la diestra que significaría la ventaja para los
culés. Eternamente molesto con el club madrileño por nunca haberle dado una
oportunidad en el primer equipo, celebró con arrogancia y envalentonado como
quien busca enfurecer a la tormenta en el ojo del huracán. Ése era, en una cascara de nuez, el gran e irrepetible, para bien o
para mal, Samuel Eto’o.
El segundo tiempo fue
un poco más disputado: el Madrid empujaba más por amor propio que por algún
plan para empatar el partido y el Barcelona bajó un poco las revoluciones para
contragolpear con inteligencia –fue una demostración de sapiencia, capacidad
táctica y de buen juego por partes de los catalanes. Pero entonces sucedió lo que encumbró este partido a un plano más alto
que la gran mayoría de los Clásicos; en una de esas contras relámpago que hacen
historia, sucedió. Se la pasaron a Ronaldinho por la banda izquierda, cerca
de la línea divisoria de la cancha, y se abalanzó con premura contra Sergio
Ramos, lo pasó sin complejos, para luego entrar al área rival, quitarse a Iván
Helguera con un amague, y perforar la arquería de Casillas con un derechazo de
aquellos. Dos a cero. Y Ronaldinho no terminaba; estaba en su mejor momento y
su cuerpo, antes de que los vicios lo hicieran polvo, le permitía hacer todo lo
que se le ocurría en su mente. Volvió a
encarar a Ramos –pobre, lo que le tocó ese día-, lo pasó a base de potencia –reitero,
éste era Dinho a su tope- y le definió a Iker con clase por su izquierda sin
complejos. Y entonces, en pleno auge de la celebración, se pintó una imagen
eterna de este Clásico: los aficionados del Madrid, tan embriagados por la
magia del maese brasileño como cualquiera que ame el fútbol, se levantaron y
ovacionaron a un genio, a un irrepetible, que, más allá de los colores que
vistiera, había hecho un partido para la inmortalidad. Y no solo hablo de los goles, que es lo más visible en cualquier
resumen; hablo de cómo asistía a sus compañeros, de cómo cada corrida hacía que
le temblaran las piernas a los del Madrid y de cómo lideró el ataque azulgrana
esa noche como lo que era desde hacía unos años: el mejor jugador del mundo.
Tres a cero. Jaque mate para el Madrid.
¿Cómo estaba yo ante
semejante demostración de talento, brillantez y dominación futbolística?
Exaltado y marcado de por vida. Hasta ese partido entendía el fútbol, sus directrices
y sus reglas; lo comprendía desde la óptica lógica y sistemática de un chico que
no sentía pasión por este deporte. Pero
ese partido me hizo comprender la belleza del fútbol: fue algo intenso,
excesivo, grandilocuente y vasto en tan solo 90 minutos; fue el momento donde
todo se me hizo tan claro y comprendí porqué millones gastan su dinero en
camisas y en suscripciones televisivas por su equipo; me hizo comprender porqué
se viven estos partidos como algo de vida o muerte; y comprendí que la belleza
del juego está en los detalles, en jugadas minimalistas y minuciosas, que
resuenan con sus ecos por toda la eternidad. Ronaldinho siempre será uno de
los mejores jugadores que he visto en mi vida porque se desplegaba como nadie
en la cancha y hacía magia con su talento; no era una anomalía de las
estadísticas como Cristiano o Messi –que también son unos históricos, pero de
un modo diferente-, sino un artista que no podía ser calculado en números,
títulos o records. Uno de los últimos románticos de un ideario futbolístico
moribundo.
La temporada acabaría y
el Barcelona ganaría la liga y la Champions como la sublimación de un proyecto
que había comenzado hace tres años; el Madrid renovaría su plantel tras un año
bastante malo, incluyendo en el proceso la renuncia de Florentino Pérez de la
presidencia. Esta semana, tristemente,
recuerdan este partido más por ser el debut de Messi en los Clásicos que por
cualquier otra cosa; pero debería ser recordado como el día en que los
madridistas de categoría tuvieron el valor de aplaudir al ídolo del enemigo
reconocer su valía como el genio que era. Yo lo recuerdo como el inicio de
un idilio que todavía perdura hasta hoy y que ha significado un largo trecho de
mi vida que me ha hecho aprender muchas cosas. Porque esto al final se vuelve
parte de tu ser y te enseña, te educa, y te hace desbordarte en emociones
desmedidas que jamás pensaste en expresar por un simple partido de fútbol. Pero eso es lo que hacen los momentos
específicos: existen para cambiarlo todo y ser un punto de inflexión por el
cual todo cambia, usualmente, para mejor. Muchas cosas y muchas vidas cambiaron
ese 19 de Noviembre de 2005: la historia moderna del Barcelona, del Madrid, de
Dinho, Ramos, Messi, Casillas, Luxemburgo, Rijkaard y muchos otros.
Incluyéndome.
Y mirando el partido en
videos, no puedo evitar pensar que fui un privilegiado al presenciar semejante
partido en directo y una sonrisa surge en mi rostro mientras escribo estas
palabras porque me siento como un niño otra vez. Pude ver al mejor Ronaldinho
ser ovacionado por el Bernabéu en un partido de antología. Eso me cambió para
siempre. Luego volcaría mi mirada a las islas y a la tentadora voz del Diablo
que me llamaba para volverme parte de su sequito; pero siempre tendré el
efusivo recuerdo de un mago brasileño que puso de pie a todo un estadio el 19
de Noviembre del 2005.
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