Este
artículo es de la autoría de Yeison Plazas, como todos en esta categoría.
Un viaje de diez
horas de Bogotá a Cali me separaban de un sueño. Con boleta en mano y mi maleta
con poca ropa, se empezaba un camino para ver al Rojo en el Pascual. Muchas
cosas pasaban por mi cabeza mientras el bus que me transportaba pasaba por las
carreteras de Colombia.
¿Será que este año sí
es? ¿Nos llevaremos una victoria? ¿Me pongo la camiseta para el partido? Y sí,
soy algo supersticioso cuando me coloco esta prenda roja y si es un partido de
mi amado club me la pongo y perdemos, es una cábala en la cual queda en mi
mente.
Por fin llegamos a la
amada Cali, con su ambiente sabroso, un sol infernal y en todas sus calles se
escuchaba el ritmo a salsa. Me alojé y esperaba a mi padre, porque él llegaría
horas después para la cita que nos destinaba el fútbol. Esa noche no pude
dormir: quería ver ya a mi padre ya, también esa sensación de estar en el
estadio y cantar los goles de mi equipo. La ciudad ese sábado estaba llena de
pocas camisetas verdes del equipo rival, pero yo no estaba pendiente de ello;
el Cali es una minoría comparado con lo que despierta el América.
Lunes, siete de noviembre,
llega la hora de la verdad. Cali estaba totalmente roja, mi padre salió con una
camiseta del equipo que le presté y muchas personas nos saludaban, porque eso
caracteriza al caleño: su amabilidad. Al final me dejé embargar por la alegría
de todos y fui a la parte céntrica de la ciudad a comprarme mi camiseta. Al fin
al cabo yo no fui por un resultado: yo
estaba allí era para cumplir un sueño; ver al equipo de mis amores
saltar a la cancha, como aquella primera vez.
Llegamos al estadio
con mi padre esperanzado, nos encontramos con unos amigos caleños, antes de
entrar al templo o a la caldera del diablo, para tomarnos un par de cervezas y compartir
nuestras anécdotas. Del dolor del descenso, mientras en la calle solo se
escuchaba música alusiva al América, canticos de la barra Barón rojo Sur y
pólvora. Si esto era la previa una fiesta total, ¿qué será adentro del estadio?
En los controles de
vigilancia para entrar al estadio me encuentro con un hincha argentino. Por
Dios, ¡un argentino! Este amor no tiene fronteras. Y llegamos a las gradas, un
palco hermoso. Yo en Bogotá he visto al América muchas veces, pero esto no se
compara: lagrimas salían de mis ojos, no podía creerlo al presenciar un estadio
así de lleno; no era una final, pero sí un partido importante. Estar en ese
lugar donde tantas veces lo vi por televisión, estaba presenciando fin por fin
un juego en vivo y en directo.
Suena la canción del
Grupo Niche, el Himno fe y alegría, muchos lo coreamos, mientras el Barón Rojo
y Disturbio Rojo, dos de las grandes barras del equipo, se alistaban para
darles la bienvenida a los once gladiadores como se lo merecían. Llegan las 7:30
y América salta a la cancha: muy pocas veces he visto llorar a mi padre, caían lágrimas
de alegría y gritaba “América, América”. En mi mente pasaba: “Muchachos, no nos
fallen hoy y den todo.” La caldera estalla cuando el Tecla Farías saluda a la
fanaticada, y salen dos trapos enormes: uno del Barón Rojo y otro del Disturbio
Rojo. Pólvora, bengalas y algarabía para que el Cartagena el rival nuestro se
diera cuenta que estaba al frente de un grande.
Empieza el partido
con algo de nerviosismo, pero a los diez minutos del primer tiempo, ¡penal!
Penal a favor del rojo, un señor de edad y un niño me abrazan como si me
conocieran de toda la vida y solo era alegría. Martínez Borja se para frente al
balón, patea y ¡gol!... lo grité a rabiar, sentía que era un paso menos para
salir de este pozo de la B. El señor que anteriormente me había abrazado me
dice: “Esto va para goleada.” Eso esperábamos pero sé que este torneo es de
tomarlo con mesura y una “falta” en la cual me quedan dudas: penal a favor del
Cartagena. Madrazo aquí y allá al árbitro del compromiso, pero no como
desconfiar si en veces anteriores por malas decisiones arbitrales se nos ha ido
el ascenso. Arzuaga, un examericano, cobra el penal. Solo insultos se ganó de
la fanaticada cuando marcó ese tanto para la paridad del compromiso.
Pero América no se
entregó, puso la pelota al piso, haciendo su juego sin desesperarse llega el
segundo gol antes de terminar el segundo tiempo, ¡gol! De Lucumí ese juvenil
que ilusiona y nunca falla para darnos tranquilidad.
Empieza el segundo
tiempo y América le daba trámite al compromiso, pasaban los minutos y los
Diablos jugaban regulados; Cartagena intentaba reaccionar, pero el equipo
estaba ordenado y bien parado. Salen los minutos de adición: tres minutos
eternos, el árbitro pita y el estadio estalla: ¡GANAMOS, CARAJO!
Miro al cielo y ahí
si me acuerdo de Dios: le doy gracias por esta victoria; tres puntos de oro
para pensar en el ascenso. América tiene juego y enamora, pero se debe andar
con mesura porque todavía quedan tres finales.
Para la hinchada, mi
respeto: la terminal de transportes estaba llena de hinchas rojos de todas las
ciudades felices por la victoria, pero con los pies en la tierra; queda mucho
por recorrer pero…
¡Somos la pasión de
un pueblo!
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