Que
la historia sólo recuerda a los ganadores es una máxima absoluta de la vida. La
historia le pertenece a aquellos que supieron adjudicar su supremacía sobre el
perdedor, quien quedaría olvidado en las postrimerías del mundo. Afortunadamente,
los hinchas del fútbol no somos historiadores; muchas veces nos quedamos con
esos equipos que nos alegraron el día, la semana e incluso el año con su fútbol
y nos hicieron soñar con atisbar una grandeza impensada. En esta semana de La
Soledad del Nueve, les presento Segundos
para Recordar: una sección dedicada a
esas escuadras olvidadas que estuvieron a punto de pisar el Olimpo del Fútbol,
pero no capitalizaron sus oportunidades. Afortunadamente, algunos pocos
recordamos a los olvidados. Debuta la sección con ese equipo de Colo-Colo de
Chile que hizo soñar a todo su país y, ¿por qué no?, a algunos suramericanos
que nos trasnochábamos para ver a unos jóvenes talentosos y salvajes como
Matías Fernández, Alexis Sánchez o Arturo Vidal en la Copa Sudamericana de 2.006. ¿Les suenan esos nombres? No se lo pierdan.
"Caneo. Fernández. Sigue Fernández. ¡Sigue Fernández! ¡Qué jugada se
mandó Fernández! ¡Ahhh bueno! ¡Ahhh bueno, tiene que ser gol, Suazo!
¡NOOOOOOOOOOO!”
Con ese relato de
Sebastián Vignolo por la cadena Fox Sports que se nos quedó grabado a fuego en
la mente de cientos de miles de jóvenes aficionados al fútbol en Suramérica,
contemplábamos esa jugada marciana por parte de la nueva joya de nuestro lado
del charco, el talentoso Matías Fernández de Colo-Colo de Chile, cuando éste se
enfrentaba a Huachipato en la Copa Suramericana en 2.006. Posicionado más cerca
de la banda izquierda desde su rol de enganche clásico –cómo hacen falta más de
éstos hoy en día-, había ganado por físico a un defensor, había superado a otro
adelantando el balón, había tirado un autopase para ganarle a otro y como
cereza del pastel, como un pícaro guiño de un infante que aún amaba esto de la
pelota con una inocencia intocable y que denotaba que lo jugaba para su propio
disfrute, lanzó un pase de rabona para dejar servido el gol a un Humberto Suazo
que no pudo finiquitar semejante ocasión de gol, al pegarle cerca de la
arquería pero no con la precisión requerida. Esa jugada permanecerá en mi
memoria como el mayor recuerdo de una generación que surgió desde las
profundidades de Chile con el deseo imperante de marcar una diferencia, hacerse
notar y dominar con un estilo que sólo unos cuantos grandes pueden permitirse.
Dirigidos por la
leyenda argentina, Claudio Borghi, Colo-Colo entraba a la Copa Sudamericana de
2.006 como campeón del torneo apertura de 2.006 luego de una sequía de títulos
de cuatro años. El “Bichi” Borghi, como se le apoda cariñosamente, había
estructurado un plantel basado en talento juvenil y nacional en el que cual el
juego colectivo, fluido y ofensivo era el estatuto predominante. El Colo-Colo
entraba a la competición internacional con un panorama bastante negativo para
los equipos chilenos puesto que hace más de una década que una escuadra de ese país no
realizaba una labor importante en una competición de este talante, siendo la
Copa Libertadores de 1.991 la última consecución de un título en esta palestra
y esa gesta fue también lograda por “El Cacique”. En una competición donde
estaba un Boca Juniors que era el rey absoluto de estos torneos
internaciones desde casi media década, con un River Plate que siempre debe ser
considerado favorito, además de gigantes brasileños como el Santos, Corinthians
y un par más que se me escapan, el club chileno no pintaba como una gran
amenaza. Pero el fútbol está lleno de sorpresas.
El fútbol desplegado
por ese Colo-Colo en la segunda mitad de 2.006 fue una revelación y una
bocanada de aire fresco en una Suramérica que clamaba por un equipo que
reviviera ese idilio de este lado del charco con la velocidad, la gambeta y el
amor por el atacar para pasar por encima al rival. No dudo que eso debiera a la
impronta de un Borghi que inspiraba a su equipo a proponer en cada partido,
pero también estoy seguro que se debía a la hirviente juventud de un plantel
que estaba, en su gran mayoría, en el amanecer de sus carreras y querían
hacerse grandes, como ese joven y beligerante músico de Rock que sólo desea
tocar su instrumento para hacer el mayor ruido posible y dejar atónito al
público. Y es que lo que simbolizó ese equipo fue a un plantel en plan
ascendente para ser el mejor de América sin hacer concesiones y sin subyugar su
estilo o visión para conseguirlo. Tenías el despliegue de un imberbe Arturo
Vidal que apenas daba sus primeros pasos como el mediocampista total que sería
a posteriori, un Alexis “Niño Maravilla” Sánchez que venía cedido del Udinese y
que ya brillaba con su gran técnica individual y su vértigo a la hora de atacar, un
Gonzalo Fierro que era potente y afilado por la banda derecha como carrilero,
un Humberto “Chupete” Suazo que fue el máximo goleador del mundo en 2.006 según
la IFFHS, un Arturo Sanhueza que movía los hilos del mediocampo y, por
supuesto, un Matías Fernández que se había alzado como el jugador más talentoso
de América y que era el mayor caudal de talento del equipo por esos años. Cabe
mencionar que una figura importante del club como Jorge Valdivia había dejado
la institución previo a ese torneo para irse al Palmeiras de Brasil. Bueno, es
bastante seguro decir que el “Cacique” no lo extrañó mucho.
Luego de esa
clasificación ajustada en la primera fase de la Sudamericana contra sus
coetáneos de Huachipato, el equipo comenzaría a cuajar y a dominar sin
misericordia en liga y en Copa. Eran la sensación; eran el equipo por el que
uno ve las competiciones porque sabes que, pase lo que pase, la ibas a pasar de
infarto. Una supremacía que estaba instaurada y en la que equipos como sus
rivales de la Universidad de Chile no tenían recursos para contrarrestar. En ese 2.006 fueron el equipo más goleador
de la historia de los torneos cortos en Chile con 157 goles y son el único club
en ganar siete partidos consecutivos en una Copa Sudamericana. Pero ellos
no eran números; eran fútbol. Fueron tan brillantes como efímeros; en esos seis meses lograron cautivar el
corazón de toda una generación de niños que apenas estábamos empezando en esto
del fútbol y no necesitábamos ver a Europa para encontrarnos con esos ídolos
para imitar en la cancha que estaba cerca de nuestra casa. Un servidor
tenía para admirar a un genio como Paul Scholes en Europa y a un crack ascendente
como Arturo Vidal en América; a una figura de clase mundial como Ronaldinho y a
un prospecto de un futuro de grandeza como Matías Fernández. Fueron el reflejo idóneo de una juventud
que necesitaba ídolos más cerca de casa y no tener que ver la Champions League
para contemplar talento. Siempre ha habido nivel en los clubes de Suramérica,
pero pocos equipos pueden presumir de ser los estandartes de una generación.
Éstos chilenos lo fueron.
Se deshicieron en la Sudamericana de equipos
como Alajuelense de Costa Rica, Gimnasia de la Plata de Argentina o Toluca de
México, el equipo chileno ganaba prestigio mientras que dominaban con facilidad
en el torneo clausura de ese año. Ganaban, goleaban y gustaban. Eran el sueño
que todo hincha tiene con su club, pero aún no estaba ganado el tornado –aún
faltaba derrotar al Pachuca de México que también tenía sus fortalezas con
jugadores de muy buen nivel como Aquivaldo Mosquera, Fausto Pinto, Christian
Giménez, Damian Alvarez –un favorito personal de quien suscribe- o Andrés Chitiva,
entre muchos otros. Eran un hueso duro de roer, pero las puertas del éxito y la
gloria estaban enfrente de ese Colo-Colo que nos tenía extasiados a todos. Pero éste no es un deporte de respuestas fáciles o propiedad
de la lógica.
Luego de un empate en
México uno a uno, tocaba finiquitar la eliminatoria en Chile y todo parecía
apuntar a un triunfo apoteósico de los del “Cacique”. Pachuca sólo había ganado
una vez de visitante en el torneo y Colo-Colo era un local imponente, pero el plantel chileno era un tanto
escueto y no hicieron muchas rotaciones entre ambos torneos, por lo que el
equipo llegó cansado a esa última justa en el estadio El Nacional. De todas
maneras, todo comenzó bien con ese gol de Humberto Suazo que parecía finiquitar
todo para ese equipo de una generación marcada, pero Pachuca sacó ese espíritu
combativo que tanto necesita un campeón y logró darle vuelta al asunto con
goles de Caballero y luego de Giménez. Colo-Colo hizo lo que pudo con la
energía de esos jugadores jóvenes que sentían que la primera gran oportunidad
de ganar un título importante se les escapaba de las manos. Trataron y trataron,
pero el árbitro pitó y no hubo vitoreo de victoria, alaridos de gloria o
estruendosas celebraciones para los locales –sólo desazón, tristeza y la
frustración tan comunes para todas las personas que hemos estado a punto de
acariciar ese objetivo que tanto hemos añorado, pero que por cruenta jugada
del destino se nos escapa en el último minuto. El rey se quedaba sin corona y tuvo que sentarse en el lodo para ver a
otro coronarse enfrente de su persona. Tal ése es el azar del fútbol y, ¿por
qué no decirlo?, de la vida.
Con esta entrada no
busco victimizar a Colo-Colo o satanizar a Pachuca; los equipos demostraron inteligencia al defenderse en casa, se
mostraron combativos en Chile y, con mucha ímpetu, lograron consagrarse como el
único equipo mexicano en ganar un torneo internacional en Suramérica. No,
no los crítico en absoluto. Sólo expongo el sentimiento que muchos
experimentamos al ver cómo un equipazo, un genuino equipazo, no podía
capitalizar algo por lo que tan espectacularmente habían luchado para solamente
perder en la última intentona. No sé, tal vez soy un romántico y el mirar atrás
tal vez me hace contemplar con más añoranza, pero, ¿acaso de eso no se trata el
fútbol? ¿De soñar y sentirse encandilado con una jugada vertiginosa, un toque
arrebatador o con un equipo que había surgido de la nada para sorprender a
propios y a extraños? En unos tiempos donde las estadísticas, posesión del
balón o triunfos parecen ser lo único válido, yo hago un humilde tributo que
fue meramente el puntapié inicial y humilde de unos Alexis Sánchez y Arturo
Vidal que se volverían de los mejores jugadores del mundo en Arsenal y
Juventus, respectivamente, además de representar a la mejor generación de la
historia del fútbol chileno en materia de Mundiales y revivir a ese país en
este deporte. Obviamente saldrían a relucir algunos hinchas de la Universidad
de Chile que gozarían con el sufrimiento de su rival, cosa que entiendo
perfectamente porque yo lo haría estando en sus zapatos, pero lo realmente
desdeñable fue el que algunos hinchas llamaran a este equipo “una moda”. Y permítanme
decir: al demonio. Ellos fueron los partícipes
de un nuevo comienzo; una nueva oportunidad para un fútbol chileno que se
encontraba estancado y demostraron que a través del buen juego y de la juventud
había un camino para atisbar alturas impensadas. Fueron un equipo que
encarnaba los mejores aspectos de la juventud y el rostro abatido de Matías
Fernández tras perder la final es el mejor momento para representar a esta
escuadra: un cúmulo de jóvenes que soñaron y lucharon por ese sueño. Eso fue el
Colo-Colo del 2.006: una moda que aún no se acaba.
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