Estaba sentado en el
vestuario de Argentinos Juniors esa tarde del 8 de Diciembre de 2014 antes de
enfrentar al Douglas Haig en un partido que definiría si “El Bicho” podría
ascender a la máxima categoría del fútbol argentino. No pensaba en muchas
cosas; no sentía las presiones de sus compañeros por cumplir con las
expectativas de la hinchada de llevar a una de las más grandes instituciones
del balompié argentino a la primera. No sentía presión alguna y no cargaba en
sus hombros con ninguna preocupación que no fuera jugar en la cancha como
siempre lo había hecho desde su debut en el ’96 con Boca. ¿Por qué habría de
sentirse socavado por la presión o por las exigencias de otros cuando nunca
pateó un solo balón para alguien más? ¿Es que acaso era un egoísta que sólo le
importaba su propio porvenir y el valorar al hincha era algo superfluo para su
persona? Fuera adentro o fuera de la
cancha, la figura de Juan Román Riquelme encapsulaba las más grandes pasiones y
los más tortuosos debates. En los últimos años de su carrera se pudo leer y
escuchar de todo acerca de su figura: que era un pecho frío, que era un
arrogante, que era un hedonista ideológico, que no le importaban los demás, que
se iba a ir a River o que sólo le importaba el dinero. Pero, una vez que Román
dijo a principios de este año que dejaba las canchas, toda la palabrería, los
rumores morbosos y la cizaña que siempre se quiso escurrir en su carrera
parecieron disiparse del panorama y el motivo de esto era muy sencillo: Juan Román Riquelme se retiraba del fútbol
profesional. Y ahí cesaron los pensamientos de que era un arrogante, un
déspota con complejos de superioridad o un sujeto que no corría porque cuando
haces bien y eres honesto –por más que eso te haga hacer enemigos y
detractores-, serás recompensado por eso. Riquelme es alguien al que se le
pueden achacar ciertas cosas como su falta de éxito en Europa -que explicaré
con detenimiento más adelante-, pero es que la suya fue una carrera que
expresaba de la manera más artística y preciosista aquella pasión que Román
jamás supo expresar con palabras y que muchas veces le ganó el título de “pecho
frío”, una expresión argentina para aquellos que tienen sangre fría y parecen
no sentir pasión alguna. Se retiró Riquelme y se olvidaron las mentiras; sólo
quedaron sus jugadas.
Se retira Román y todos
aquellos que hemos sido alucinados y encandilados por su juego recordamos un
momento en particular de su carrera que encarna todo lo que pensamos acerca de
quien tal vez sea el último gran diez, el último gran conductor, un jugador que
es una rareza en el fútbol de estos días. Yo siempre recordaré tener 12 años y
haber ido a Caracas con mi familia en un viaje de nueve horas donde llegamos
exhaustos al hotel en alza de la noche; mi madre se fue a la cama pero mi
hermano mayor y yo nos postramos enfrente del televisor para ver la vuelta de
la final de la Copa Libertadores entre Boca y Gremio de 2007 en Brasil. Yo
veía jugar a Boca para ver al diez hacer de las suyas y sus jugadas, sus tiros
libres y sus pisadas, aquellas que me atraparon en su último año con el
Villarreal, realmente valían cada segundo en autobús que me tomó para llegar a
la capital. Lo que jugó Román esa noche fue una hecatombe de juego, clase y un
derroche de calidad que culminó en dos goles –el primero con una pegada mortal
a larga distancia- que le daban a su Boca querido una Libertadores más para
presumir en su estantería y otro momento donde Riquelme se creció para su
equipo. Y es que en un mundo donde el
internet y la globalización han permitido que cualquier desinformado pueda
opinar como si llevaran décadas en diferentes temas, hay quienes no han pateado
un balón en sus vidas y sólo llevan tres años viendo fútbol y dicen linduras
como que es un jugador “sobrevalorado”.
Y
yo digo que eso es una mentira del tamaño del Wembley. Tal ha sido la evolución
de nuestros tiempos en el fútbol que sólo los jugadores que terminan sus
carreras con un gran número de medallas de campeón merecen ser cotizados u
homenajeados. Se ha desarrollado una actitud triunfalista donde muchos
aprovechan para apostarle al caballo ganador y se olvidan que este maravilloso
deporte engloba mucho más que sólo resultados finales o estadísticas vacías. Riquelme no era un jugador cuantificable o
contable; no era alguien a quien pudieras medir su valía mediante porcentajes
de pases completados, kilómetros recorridos o cantidad de goles al final de la
temporada –era un diez, un enganche,
el último grito estridente de una raza de juego preciosista que ha fallecido en
la evolución de un deporte donde sólo los pases, los goles y la velocidad
parecen ser apreciados. ¿Dónde está la magia, la picardía, la técnica y la
visión en esta época? ¿Esos momentos minúsculos pero inmortales donde el
jugador con clase pisaba la pelota, la protegía y se volteaba para dar un pase
matador al nueve de área? Esos momentos de magia parecen haber seguido el
camino del Dodo. Fue así cómo Riquelme, desde su debut en 1996, comenzó a
liderar a un Boca Juniors que, año tras año, ganaría enteros hasta convertirse
en una fuerza a reconocer en toda América como su monarca absoluto. Con un
Román pletórico bajo la vigila de Carlos Bianchi como entrenador, el equipo
Xeneize, con otros titanes como el “Patrón” Bermúdez, Mauricio “Chicho” Serna,
Martín Palermo, Guillermo Barros Schelotto, Hugo Ibarra, Walter Samuel, entre
otros más, ganaría dos Copas Libertadores seguidas en 2000 y 2001, ganaría
varios torneos locales y, tal vez más sobresaliente que todo lo mencionado, ganarían
una Copa Intercontinental a un Real Madrid plagado de fenómenos como Figo,
Roberto Carlos, Fernando Hierro, Santiago Solari, Steve McManaman, Claude
Makelelé, Raúl, Fernando Morientes y un imberbe pero ya notable Iker Casillas. En esa noche del 28 de Noviembre del 2000
Riquelme se bailó e hizo lo que le vino en gana a un Madrid que no podía
quitarle la pelota e hizo gala de su portentosa técnica al frustrar y
enloquecer a quien quizás era el mejor mediocentro defensivo de esos años como
Claude Makelelé. Una demostración excepcional en una justa de primer nivel
contra el que era quizás el mejor equipo del mundo por esos años antes de que
la mercadotecnia los devorara. Ya lo había logrado todo en el club de sus
amores, donde se le dio la oportunidad en el fútbol y demostró con creces que
ya estaba listo para otras oportunidades. Era el jugador sensación de América y
no faltaban los llamados de los grandes de Europa para hacerse con sus
servicios. Aquí es cuando lo que era una carrera en ascenso conoció sus
primeros obstáculos.
Llegaba el reto del
Barcelona y su arribo a Europa: su momento de demostrar que podía reinar en el
viejo continente como lo había hecho en América. El Barcelona no era el equipo
devastador y dominante que era en la actualidad y pasaba por una época de
sequía en cuanto a títulos y calidad futbolística se refiere. Además de eso que
acabo de acotar, se topó con un Louis
Van Gaal en la dirección técnica cuya gran flaqueza siempre ha sido la de
experimentar con el posicionamiento táctico de sus figuras en demasía y puso a
Román, un jugador lento y sin mucho desborde, a jugar por la banda como un
número ocho cuando su juego era en el centro dictando los tiempos y conduciendo
a su equipo como un metrónomo. Van Gaal le dijo abiertamente que “cuando
tienes el balón, eres el mejor; pero cuando no lo tienes, jugamos con uno
menos” –un comentario que solidificaba la visión del holandés por mantener al
colectivo por encima del individuo, lo que había causado la venta del gran
Rivaldo al Milán al comienzo de ese año. Hizo lo que pudo en el rol que se le
había asignado pero estaba sufriendo una contradicción interna puesto que su
naturaleza no era la de un extremo, pero no faltarían los detractores que
aprovecharían los resultados infructíferos de esta reconversión de Riquelme
para achacarle que no tenía el nivel para jugar en Riquelme y que el Barcelona
se había equivocado al traerlo, cuando éste era un equipo descompensado y que
no estaba jugando para nada bien durante esa época que fue 2.001-03; con Van
Gaal y, posteriormente a su despido, con Radomir Antic se demostró eso al no
haber mucha mejoría con ninguno. El Barcelona pasaba por una gestión irregular
de Joan Gaspart, era un plantel que sufría un complejo de inferioridad por el
Real Madrid de los Galácticos que ganaba la Champions League y con el recuerdo
de los problemas de Rivaldo aún frescos, lo último que quería Van Gaal era otro
suramericano creído, a sus ojos. Pero la
prensa en enfrascó con Riquelme y ahí comenzarían las críticas con un jugador
que siempre despertaba el instinto más cruento en la media y éstos aprovechaban
cada oportunidad que se les presentaba para lanzar pertrechos a su persona con
comentarios que casi nunca iban por la vertiente deportiva. Eso no evitó
que dejara su huella en el club: ahí está un jugador del club que se deshace en
halagos hacia el argentino y siempre le agradece por haber aprendido de él en
sus años primigenios como jugador; su nombre es Andrés Iniesta. Con la llegada
de Frank Rijkaard y de un talentoso brasileño llamado Ronaldinho (¿lo conocen?)
a comienzos de la temporada 03-04, Riquelme fue cedido a préstamo a un equipo
pequeño de la Liga como era el Villarreal CF. En este punto de la historia,
cualquier jugador habría caído en una depresión y su carrera se hubiera ido a
la mierda. Pero déjenme decirles algo, mis queridos lectores: Juan Román Riquelme no era cualquier
jugador.
Fue aquí donde el diez renació de sus cenizas como una Ave Fénix que buscaba demostrar. Buscaba callar bocas… bajo sus propios términos. Siempre bajo sus propios términos. Se encontró con un ideario de juego por parte de Manuel Pellegrini, antiguo técnico de su rival River, quien vio en Román a la piedra angular de un proyecto que sorprendería a propios y a extraños. Fue en El Madrigal donde el diez argentino recobró ese amor por el juego y su fútbol revitalizado catapultó a un equipo de pocas aspiraciones a ser un rival de más alta y estimada calaña. Fue en esa primera temporada en el Submarino Amarillo que comenzó a dar muestras de sus dotes futbolísticos y el Viejo Continente podía atestiguar que el argentino podía brillar lejos de esa Bombonera que tantas alegrías le había generado y tantas que él les había dado. El segundo año de la cesión llegaría otro rechazado de un equipo grande, el delantero uruguayo Diego Forlán del Manchester United. El charrúa y el argentino construyeron una relación y entendimiento que alzaría al Villarreal a cuotas impensadas de nivel y ambición hasta atisbar un tercer puesto en la Liga española a base de esfuerzo, dedicación y un fútbol estupendo, con el delantero consiguiendo una Bota de Oro en el proceso. Riquelme actuó como un artesano al que le habían dado muy poco en materia de equipo y llevó a lo más alto que podía a un equipo tan pequeño. La siguiente temporada sería fichado permanentemente y lograría una hazaña para enmarcar: llevar al equipo valenciano a las semifinales del torneo futbolístico más grande en materia de clubes, la UEFA Champions League. Pero una vez más el destino, mano cruenta y burlona como ella sola, hizo que Román tuviera la responsabilidad de patear un penal en las semis contra el Arsenal de Thierry Henry y lo fallaría para ser enmarcado para los anales de la historia moderna del fútbol español y el mayor suceso en la historia del Submarino Amarillo. Una vez más, los críticos saltaron a la oportunidad y todo lo logrado de repente parecía olvidado por un momento donde cualquiera pudo haber fallado pero le tocó a Román, una vez más, bailar con la más fea. Luego llegarían las desavenencias con Pellegrini y su regreso a Boca en 2007 luego de una última temporada irregular y bizarra con el Villarreal a causa de una mala relación con su entrenador.
No hay que olvidar la
relación tan volátil que tuvo con su queridísima selección argentina y cómo,
cuando lo necesitaron, Román estuvo ahí. Podría
decirse que su periplo en la albiceleste nunca fue tan prolífico o encomiable –exceptuando
una excelsa fase de grupos en Alemania 2006- como otros períodos de su carrera
pero es importante recalcar que no muchas grandes figuras han podido rendir en
la selección argentina en los últimos tiempos. Los problemas con los
diferentes seleccionadores y directivos han sido los mismos que ha tenido en el
Villarreal, Boca, Barcelona e incluso en su regreso a mediados del año pasado a
Argentinos Juniors: nunca se dejó llevar por los cánticos de sirenas que es el
gran negocio sucio que es el fútbol. Román nunca jugó para los demás; sus
caños, sus pisadas, sus golazos o sus pases matadores eran para alimentar esa
pasión individual que era la suya por vivir y sentir el fútbol. Más allá de la imagen retraída, Riquelme
era, demostrado a través de su juego, un romántico del fútbol y un hombre como
pocos puesto que nunca quiso quedar bien con nadie, jamás se vendió a un bando
y todas las enemistades que se consiguió en el trayecto de su carrera fueron a
causa de no dar su brazo a torcer porque él no era un muñeco publicitario o un
instrumento de la media; él era AUTÉNTICO. Se retira Román, el futbolista,
pero también se retira el último obelisco de una forma de ver el deporte –y quizás
la vida en el mismo- que ha ido padeciendo una muerte lenta pero segura a causa
de una globalización y mercadotecnia donde el campo, la pelota y la jugada
preciosa como aquel legendario caño a Mario Alberto Yepes en un Boca – River ya
no son apreciados como antes. Y tal vez pude haber sido más preciso y
detallista con su historia, pero eso no surge en mí. Este tributo surge en mí
porque mis primeros recuerdos de este deporte tienen al diez jugando contra el Glasgow
Rangers en El Madrigal con su Villarreal octavo de Champions en 2006. Porque
fueron sus jugadas y las picardías de Ronaldinho por las que comencé a ver el lado
más romántico y preciosista de la pelota. Se retira Román y cae el telón para
toda una generación de amantes a la pisada y a la pegada exquisita.
Más allá de lo que
pueda decir como un humilde crónico y aficionado al fútbol –ni Xeneize ni
argentino soy, ojo- acerca de Riquelme, el mayor reconocimiento a su valía vino
de un colega argentino con el que hablé recientemente acerca de su retiro y me decía lo mucho que significó para el
fútbol argentino, que nunca se calló nada, que nunca quiso ser amigo de Dios o
del Diablo, que prefirió ser un hombre sincero con muchos enemigos que un falso
con muchos amigos y que es el mejor jugador de la historia de Boca. Es
hincha de River. Más no puedo decir.
¡Gracias,
Román!
“No
me ames a mí, flaco. Ama a tu novia; yo sólo juego al fútbol”
-
Juan Román Riquelme
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